Cuando tenía 16 años, mi alguien me dijo una frase que nunca he olvidado:
“La pérdida de un ser querido no es un problema, es una desgracia. El problema viene cuando no podemos aceptarla.”
Había perdido a mi tío por un cáncer. Y a esa edad, la muerte no encaja en ningún sitio. No hay espacio para ella en los planes, en las certezas, en el calendario escolar. La muerte, a los 16, es una intromisión brusca en una vida que apenas ha empezado a armarse.
Y aunque con el tiempo uno aprende a vivir, esa frase me acompañó siempre. Sobre todo cuando, muchos años después, fue mi padre quien se fue.
Durante ese duelo, leí Tokio Blues de Murakami. En uno de sus pasajes, una frase se me quedó pegada a la piel:
“El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso.”
Y ahí lo comprendí del todo.
Que no hay forma correcta de vivir una pérdida. Que no hay herramientas que lo hagan más fácil. Que no hay aprendizaje suficiente que te vacune del próximo golpe. Solo está ese vacío silencioso que se instala dentro, y el trabajo, lento y constante, de no luchar contra él.
En una sociedad que quiere solucionar todo, que receta consejos rápidos y libros de autoayuda, el duelo es una rebelión. Porque no se soluciona. No se supera. Se atraviesa. A veces en silencio, a veces con rabia, a veces con lágrimas que llegan sin avisar, muchos años después, mientras haces la compra o caminas por la calle.
He aprendido que el duelo no es un proceso lineal. Que puedes estar bien durante meses y de repente romperte por dentro por una canción, un olor, una frase que ya habías escuchado mil veces, pero que ahora, justo ahora, duele.
Y está bien que duela. Porque si duele, es que hubo amor. Y el amor, como la pena, no entiende de lógica.
Hay una parte de mí que siempre va a estar rota. Y no porque no haya sanado, sino porque hay heridas que no se cierran del todo. Y quizás no deben cerrarse. Quizás son recordatorios de lo que fue importante, de lo que nos hizo quienes somos, de las personas que, aunque ya no estén, siguen dentro.
La frase de mi psicólogo volvió a mí el otro día, de repente, sin contexto, como vuelven algunas cosas importantes. Y entendí lo que quiso decir con más claridad que nunca.
Una pérdida no se resuelve. Solo se abraza.
Solo se mira de frente con los ojos empañados y el alma temblorosa. Y se dice: “No puedo cambiar esto. Pero puedo seguir caminando con ello”.
Y así vamos. Caminando con lo que no se puede solucionar. Haciendo espacio en la mochila para la tristeza que no pesa todos los días, pero que nunca desaparece del todo.
Porque eso también es parte de vivir.
Y, de alguna manera, también suma.
Javi
Muchas gracias por compartir un post tan íntimo y especial. Me quedo con una idea: el duelo es el amor que se niega a desaparecer. Un amor que es más fuerte que el olvido y la desgracia. Un amor que permanece. Ten mando un abrazo fuerte, gracias 💜
Hay un antes y un después en la vida cuando atravesamos perdidas así, grandes y dolorosas. Con tu texto he recordado muchas de mis propias sensaciones... Así es como las historias conectan. Te mando un abrazo.