Carta 76 | El fin del mundo
Cuando llega la lluvia, parece que el mundo, por un segundo, es capaz de reducir su velocidad.
Cuando llega la lluvia, parece que el mundo, por un segundo, es capaz de reducir su velocidad. El tráfico va más lento, los planes sociales se detienen, la gente parece más nostálgica. A veces pienso que la lluvia es todo aquello que echamos de menos. Es bonito verla desde fuera, pero si te empapas de ella, te cala hasta los huesos.
Estoy en un atasco y no para de llover; estoy de vuelta a casa después del trabajo. Suena Arde Bogotá, Antiaéreo. “Hola, ¿qué tal?, ¿cómo estás? Y otras preguntas sin hambre.” Suspiro para mí; hace tiempo que me siento sin hambre. O al menos no recuerdo lo que era tener hambre. Supongo que el tiempo te enseña que hay veces en las que es mejor no llenarse del todo que darse un atracón. Las gotas de lluvia caen en el cristal, y me quedo mirándolas. Hace poco que he vuelto a sentirme cómodo cuando llueve. Todos los accidentes automovilísticos que he tenido han sido con lluvia: uno de coche y cuatro de moto. Despejo esa imagen de la cabeza; no es el momento de pensar en eso, dentro de un coche y en medio de un atasco. A la ansiedad nunca hay que darle alas, porque aprovechará el más mínimo hueco para desplegarlas.
Normalmente suelo perder mi fe en la especie humana en la carretera, pero cuando llueve, esto se convierte en un argumento rotundo. La pierdo por completo. Como dice Kelsier en El Imperio Final (Sanderson, 2006): “La fe es como una buena capa. Si te sienta bien, te mantiene cálido y a salvo. Sin embargo, si no te sienta bien, puede asfixiarte.” La mía no sé si es una capa, una chaqueta o un camisón, pero últimamente lo único que siento es que todo me queda grande, y eso no me asfixia, pero tampoco me hace sentir cómodo. Y en el fondo, siento que nadie tiene su talla perfecta en este outlet.
Parece que el tráfico vuelve a su cauce; ahora suena Samuraï: “Yo me siento como el ron que ha quedado en el fondo de aquel vaso, tan difícil de tragar.” Y quién no, Aroa, y quién no. A veces no nos tragamos ni a nosotros mismos; ¿cómo van a querer tragarnos los demás? Yo no trago a toda esta gente que ha decidido salir a la misma hora que yo a esta carretera, y ellos no me tragan a mí, porque somos el obstáculo recíproco. Y quizá esa sea la clave: vernos como obstáculos tanto a nosotros mismos como a los demás, con quienes decidimos chocarnos de vez en cuando.
Llego a casa y reflexiono sobre lo que he pensado. “Por eso siempre voy en moto,” me digo. La moto no te permite estas cosas; tienes que estar atento siempre a la carretera. Porque el presente del verbo “conducir” solo puede experimentarse en una moto.
Abro la puerta y me recibe el obstáculo más bonito del mundo, y nos chocamos.
Porque todo sume,
Javi